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lunes, abril 29, 2024

Patria y Trotski: El riesgo de las utopías

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Dos libros escritos en castellano. ¿Los mejores? del siglo XXI. Hasta ahora, sí. Por lo menos, para quien escribe esto. Y un sugestivo hilo que los une y permite algunas reflexiones sobre lo que fueron las grandes utopías del siglo pasado

En estos días, he tenido la suerte de poder leer los dos mejores libros escritos en castellano en lo que va de este siglo.

Se trata de Patria de Fernando Aramburu.

Y de El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura.

En ambos casos, mi agradecimiento pleno a Juan Benza quien con generosidad me prestó ambos ejemplares.

El español Fernando Aramburu

El primero, proviene de España aunque su autor desde hace años reside en Alemania. Desde allí, ha venido gestando paso a paso su carrera literaria. Patria ha sido como el colofón o punto cenit de su creación.

En el segundo caso, Padura es cubano anda por los 60 y pico de años y ha pasado su existencia en la isla de la revolución permanente.

El cubano Leonardo Padura

De alguna manera, ambas obras están unidas por un hilo muy delgado que quizá solo corre por mi mente.

Pero trataré de explicarme.

En Patria, Aramburu -tal como su apellido lo acredita- trata el fenómeno ETA: la irrupción, desarrollo y fin de la guerrilla separatista vasca en España.

Pero lo hace de una manera tan íntima y personal que sacude.

Cuenta la historia de dos familias vecinas que se van distanciando con el paso de los años. La grieta. Sí, así como lo lee.

Un grupo tiene de cabeza hogar a un empresario con una pymes.

La otra familia, bien proletaria, con su líder que trabaja de empleado y su esposa, ama de casa. Las dos mujeres son amigas y vecinas desde tiempos inmemoriales.

Hasta que (alerta spoiler) el hijo de la familia proletaria (enrolado en ETA) participa en el ataque y muerte del dueño de la pymes. Aparentemente, al menos. Eso destruye los dos núcleos y sus lazos construidos durante décadas.

Pero lo que más destacaba era, para mí, un diálogo que mantenían dos guerrilleros que observan un día de fiesta en un pueblo vasco cualquiera. Ellos están escondidos en un bosque cercano. La gente en el lugar está contenta, hay música en las calles. Los chicos corren y comen dulces. Suena la música local. Los mayores beben grandes cantidades de bebidas alcohólicas y comen ricos bocados locales. Un buen momento, en resumen.

A lo lejos, escondidos, los dos guerrilleros observan esto y sacan sus conclusiones.

“Cuando tomemos el poder, todo esto se acabará. Nos vengaremos por todos estos momentos duros que hemos tenido que pasar: ni música vamos a pasar”, le advierte uno a otro.

Toda una definición.

Algo así como la frazada corta.

En El hombre que amaba…, Padura parece trasladar sus años en la isla cuando formaba parte de la revolución de los barbudos.

Apenas terminado sus estudios universitarios como profesor y promesa de las letras logra sacar un libro de cuentos y pasa a ser la sensación literaria. Y luego, por un pequeño descuido, llega la punición: queda degradado, olvidado y arrumbado -primero en un pueblo perdido por dos años, y luego encargado de redactar una revista de veterinaria que nadie lee- como forma de castigo.

El ambiente opresivo vivido en la isla durante 30 años, parece recibir un soplo de aire cuando cae el muro de Berlín y Rusia le suelta la mano a Cuba. Aun en la pobreza, el autor parece vivir con cierta libertad mayor.

Los Borzois, el perro preferido de los zares ruros

En ese contexto, conoce a un hombre que no es cubano y pasea todas las tardes en las playas con sus dos perros rusos de raza borzoi, unos bellos y atléticos ejemplares que resisten muy bien el frío y que han sido considerados perros de los zares.

Mientras charlan, el extraño va contándole historias increíbles. En especial, sobre la muerte de León Trotski.

“Naturalmente, en la isla en los años 70 nunca habíamos oído hablar de Trotski”, admite el relator. Pero de él se trataba, de su participación en la revolución bolchevique de 1917 y su posterior caída en desgracia ante el nuevo mandamás Josep Stalin. Y cómo éste luego, va tras los pasos de Trotski por todo el mundo para matarlo.

Los lúcidos detalles que va contando el extraño hacen crear la sospecha. “¿No será éste el propio asesino de Trotski?”.

Razón no le faltaba y en un desencuentro, el otro lo niega rotundamente.

El español estaba muy mal de salud y un día deja de venir. Aunque en todo momento era acompañado por una especie de cicerone-vigilante.

Luego la trama lleva a los momentos en que el autor le cuenta a su mujer moribunda sus sospechas acerca de quién era con el que hablaba. Y ella le espeta: “¿Cómo que nunca escribiste? Tenías la historia de tu vida!…”

Y él, con vergüenza y sinceridad le dice simplemente:

-Porque tenía miedo.

Para los que conocían en parte la historia del final de Trotski, esta novela aporta muchos datos esclarecedores sobre esos años de huida del judío-ucraniano que llegó a encabezar las revueltas junto a Lenin contra los zares en 1917.

Y cómo Stalin se ensañó no sólo con él sino con sus hijos y familiares cercanos a los que mandó eliminar o confinar en campos de Gulags.

Y cómo Trotski se instala (luego de pasar por Turquía, Francia y Noruega) en México. Allí vivirá sus últimos años hasta que un comunista español lo termina matando de una manera muy cruel: con una especie de piquete (o pico de mango corto) como los que usan los alpinistas en sus ascensos a las montañas (su nombre técnico es piolet) con el que golpeó en su cabeza. Aunque el ruso no murió en el acto (sobrevivió varias horas) los gritos que lanzó fueron espeluznantes…

León Trotski, el famoso piquete o piolet y su asesino Ramón Mercader.

En el final de la historia, el asesino que pasó 20 años en una cárcel mexicana se encuentra con su mentor ruso (el que lo impulsó a realizar el atroz acto y que lo preparó para que adquiriera diversas personalidades) y cierran la historia.

Es 1968 y la URSS de Leonid Brezhnev acaba de invadir Checoeslovaquia.

Entre ingentes cantidades de vodka, el ruso y el español desgranan sus conclusiones. Han derrochado sus vidas tras un sueño. Hacer un mundo (socialista) mejor.

Y para ello, si había que eliminar a alguien se hacía y listo. Todo por la causa.

“Pensó que el hecho de haber creído y luchado por la mayor utopía jamás concebida encierra necesarias dosis de sacrificios”, reflexiona uno de ellos.

“…y toda aquella cosa bonita se convirtió en una comisaría de policías dedicados a proteger el poder.

-¿Así que ya no eres comunista? -preguntó Luis.

-Son cosas distintas. Yo sigo siendo comunista; lo voy a ser hasta que me muera. Los que se hicieron dueños de todo y lo prostituyeron ¿eran, son comunistas? Los que me engañaron a mí y engañaron a Ramón ¿esos eran comunistas? Por favor”.

Elena Sedova (esposa de Trotski) Frida Kahlo, León Trotski y un conocido

Y el mentor finaliza: “Tú no fuiste el único que fue a morir por un ideal que no existía. Stalin lo pervirtió todo y obligó a la gente a luchar y a morir por él, por sus necesidades, su odio, su megalomanía. Olvídate de que luchábamos por el socialismo. ¿Qué socialismo, qué igualdad?”.

Quizá para el final sigue vigente la pregunta.

¿Sirven las utopías?

Puede servir para el ensayo de filósofos y semiólogos, pero la evidencia es que los sueños de un futuro mejor, los anhelos para lograr mejores sociedades son útiles para ir avanzando (tanto en las vidas personales como en las sociedades) y a veces pueden tropezar con las ambiciones de los poderosos y la estupidez humana.

“Lo que nos ordenaron hacer (matar a Trotski) fue una exageración. Al viejo había que dejarlo que se muriera de soledad o que en su desesperación metiera la pata y él solo se cubriera de mierda. Nosotros lo salvamos del olvido y lo convertimos en mártir”.

La pregunta es la misma y permanece firme: ¿La realización de tus sueños y utopías deberían incluir destruir a otros?

Quizá la respuesta la tenga con mayor precisión y lucidez el propio Aramburu cuando fue entrevistado en Argentina.

“Matar por un ideal es un asesinato, es un crimen. O sea, no se puede, no se puede hacer nada bueno en esta vida haciendo daño a los demás. Esto es imposible. Además ¿qué es un ideal? ¿Por qué un ideal es valioso? ¿Por qué hay que imponer un ideal? A mí nunca nadie me ha sabido responder esto. ¿Acaso nacemos con un ideal? ¿Nacemos con una pistola? No nacemos con nada, nacemos desnudos. Y todo, empezando por el idioma o las creencias religiosas, todo nos lo han inducido. No hay otra posibilidad, uno va al colegio, le transmiten una serie de valores, lo adoctrinan. Y un ideal también se inocula. El fanático en realidad es una persona que tiene un cerebro conquistado, le han inoculado una verdad a tal punto que puede cometer los mayores crímenes pensando que está haciendo algo bueno”.

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