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sábado, mayo 10, 2025

El jardín de los Oé (o la historia de un milagro)

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El escritor argentino Juan Forn fallecido en 2021 realizó este texto sobre la maravillosa experiencia de Kenzaburo Oé, el escritor japonés ganador de un Nobel de Literatura. Y no es sobre Oé específicamente, sino sobre el hijo que tuvo y que naciera en 1963 con severos problemas de hidrocefalia. La pareja de progenitores vio cómo la música terminó salvando al muchacho gracias a una profesora de piano que dejó todo para estar con él

En 2021 Juan Forn falleció. Sufrió un ataque al corazón y partió. Tenía 61 años. Había sido escritor, traductor y editor. Estaba a cargo de la sección Radar de Página 12. Desde ese ámbito publicó esta maravillosa historia. Como suele decirse fácilmente, los pequeños milagros existen. Existen, sí. Pero se necesitan del temple y constancia diaria para que aparezcan. La historia de Forn sobre Kenzaburo Oé, el japonés que ganó el premio Nobel de Literatura en 1994 y para ese entonces su hijo Hikari ya había levantado vuelo gracias a la música y una abnegada profesora de piano que dejó todo para acompañar a Hikari en su crecimiento. Sí, Kumiko Tamuro dejó todos sus alumnos para dedicarse al hijo de Oé que padecía lesiones cerebrales permanentes, epilepsia, problemas de visión y limitaciones severas de movimiento y coordinación.

La maravillosa historia completa está a continuación. Con un detalle. En 2015 no existían las ventajas tecnológicas que hay en la actualidad. Mientras el amable lector recorre la historia de los Oé, podrá ir disfrutando de las melodías creadas por Hikari Oé que se hallan aquí mismo.

El jardín de los Oé de Juan Forn

En 1994, Martha Argerich tenía que dar un concierto en Japón a dúo con Rostropovich y le propuso tocar, entre la primera y la segunda parte del concierto, una pieza muy breve, de menos de cinco minutos, obra de un compositor japonés desconocido. La extrema levedad y sencillez de la pieza dejó perplejo al exigente público japonés. Argerich explicó después que para ella era “música pura” y que la había descubierto a través de su discípula y protegida Akiko Ebi, quien acababa de grabar un disco entero con las breves piezas de ese compositor desconocido. Ebi había grabado aquel disco por influencia de su primera profesora de piano, Kumiko Tamura.

La señorita Tamura enseñó música hasta que sólo se dedicó a Hikari por años

La señorita Tamura había dejado de dar clases a niños virtuosos para dedicarse por entero a un único alumno, con el cual venía trabajando hacía más de quince años. El alumno en cuestión era autista, epiléptico y tenía serias dificultades motrices. Su nombre era Hikari Oé y los lectores de Japón estaban bastante familiarizados con él porque aparecía en todos los libros de su padre, el flamante Premio Nobel Kenzaburo Oé.

Hikari había nacido en 1963 con una hidrocefalia tan tremenda que parecía tener dos cabezas. Su única posibilidad de vida dependía de una operación muy riesgosa y complicada que, en el mejor de los casos, lo dejaría con daños cerebrales irreversibles. Los médicos preferían no operar y el propio Kenzaburo era de la misma opinión, pero su esposa le dijo que prefería suicidarse antes que dejar morir a su único hijo. Kenzaburo debía partir a Hiroshima, para escribir un artículo sobre los médicos que trataban a las víctimas de la radiación.

Hikari Oé flanqueado por sus padres en una foto reciente

Muchos de ellos padecían los mismos síntomas que sus pacientes. Tenían, según Oé, más motivos que nadie para dejarse morir y sin embargo perseveraban, logrando en algunos casos resultados asombrosos. Kenzaburo volvió y le dijo a su mujer que apoyaba su decisión. Hikari sobrevivió a la operación pero quedó con lesiones cerebrales permanentes, epilepsia, problemas de visión y limitaciones severas de movimiento y coordinación.

Para ir degustando la deliciosa música de Hikari

Su autismo era total hasta que la madre notó que su atención respondía al canto de los pájaros. Kenzaburo consiguió un disco en que se oían diversos cantos de aves y una voz masculina que los identificaba. Un año después, mientras llevaba a su hijo en bicicleta por un parque cercano, Hikari pronunció su primera palabra: “Avutarda”, dijo al oír el canto de un pájaro. Había memorizado los setenta cantos distintos de aquel disco. Lo mismo le pasaba con la música: cuando oía un fragmento de Mozart (la música favorita de su madre) era capaz de identificarla al instante por su número Kochel.

Así hace su entrada la profesora Tamura en la vida de Hikari. Al principio se limitaba a mostrarle melodías sencillas en el piano, que él pudiera repetir con un dedo, pero el interés de Hikari por esas lecciones (esperaba a su maestra en la puerta de la casa con un reloj despertador en la mano) y sus sorprendentes progresos hicieron que la señorita Tamura fuese abandonando sus otros alumnos y se dedicara por completo a él.

De a poco logró que cada uno de los dedos de Hikari trabajara en forma separada y pudiera encarar progresiones armónicas. Luego le enseñó solfeo y notación musical. Pero Hikari mostraba menos interés en practicar piezas de Chopin o Bach que en sus propias improvisaciones.

La señorita Tamura decidió entonces empezar a explorar junto a Hikari ese mundo de sonidos que éI tenía adentro. Las sesiones frente al piano se hicieron diarias y ocupaban toda la tarde, luego de que Hikari volviera de la escuela especial donde hacía manualidades. Rara vez apelaba a la palabra para comunicarse pero con un mero tarareo era capaz de expresar lo que quería a sus padres y sus dos hermanos.

Hikari y la señorita Tamura trabajaron en ese lenguaje, con proverbial templanza japonesa, durante diecisiete años. Hikari fue componiendo breves piezas en ese lenguaje, que pulía y pulía con obsesión autista hasta lograr poner en ellas su relación emocional y sensorial con el mundo, desde la muerte de un maestro querido hasta un día en el campo con sus hermanos (así eran los títulos de las composiciones). Un día, la señorita Tamura recibió en su casa la visita de una ex alumna, la ya célebre Akiko Ebi. Cuando ésta le preguntó a qué había dedicado todos esos años, la anciana la sentó al piano y le mostró las piezas de Hikari, y el resto ya ha sido dicho.

En 1994 Kenzaburo ganó el Premio Nobel y en su discurso en Estocolmo anunció que ya no escribiría más novelas, que no hacía falta. Porque desde 1963, desde el regreso de aquel viaje a Hiroshima y de la operación a su hijo, Kenzaburo había instalado a Hikari en el centro de su literatura: había decidido darle una voz, ya que su hijo no podía tenerla. Hasta entonces su escritura estaba orientada a las catástrofes de la historia japonesa reciente: la guerra, la bomba atómica, el culto al emperador, al militarismo, y sus consecuencias. A partir de entonces, el foco pasó a la paternidad y su vínculo con Hikari. En 1964, luego de la operación de su hijo, publicó Una cuestión personal. En 1966 fue aun más áspero: Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura. A los que siguieron El grito silencioso y luego Las aguas han invadido mi alma. La irrupción de la música y de la profesora Tamura en la vida de Hikari se puede adivinar en los títulos siguientes (Despertad, oh jóvenes de la nueva era, o Una familia tranquila, o Carta a los años de nostalgia), pero casi no se la menciona en sus páginas; es como si no tuviera lugar en la áspera escritura de Kenzaburo: Hikari es sólo esa presencia constante en casa de los Oé. Hasta que salió el disco de Akiko Ebi y Japón primero y el mundo después descubrieron que Hikari tenía una voz propia: ya no necesitaba que su padre hablara por él.

Para Kenzaburo, darle una voz a Hikari consistió en realidad en cargar él con el tormento, alivianarle las espaldas a su hijo.

La música de Hikari es así: entra por la espalda, más precisamente en ese lugar entre los omóplatos donde alguna vez tuvimos alas.

que haya leído sus libros sabe lo duro e insobornable que ha sido siempre consigo mismo, así como con su país. Cualquiera que escuche la música de Hikari después de leer los libros de Kenzaburo entenderá al instante que, lo que hizo el padre, efectivamente liberó las espaldas del hijo. Nabokov decía que no se lee con la cabeza y tampoco se lee con el corazón: se lee con la espalda, más precisamente con ese lugar entre los omóplatos donde alguna vez tuvimos alas.

La música de Hikari es así: entra por la espalda. Apenas empieza, termina. Pero mientras dura es posible imaginar esos otros momentos en casa de los Oé, esos que Kenzaburo no retrató en sus libros, esos que hicieron posible que los Oé pudieran sobrevivir a su locura, al grito silencioso (“Me horroriza pensar lo que hubiese sido la vida de Hikari y la de su familia sin la música”, ha dicho el padre).

Kenzaburo no cumplió su promesa de no escribir más novelas; ya publicó tres. Hikari sigue componiendo sus piezas breves; ya le hicieron tres discos. En casa de los Oé, todos los días se parecen: en un rincón del living está Kenzaburo escribiendo, en otro rincón está Hikari frente al piano y, en el jardín, poblado de comederos de pájaros, se ve a la señora Oé rellenando los cuencos con un sobrecito de semillas.

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