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viernes, abril 26, 2024

Narración: El chivo rebelde y la perra traviesa

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Un cuento quirogiano donde los personajes son tres queribles animales de una granja. De cualquier chacra misionera. Y de cómo resuelven sus problemas y –al igual que los humanos- toman decisiones que importan a los demás. Y, si el lector lo desea, le ofrecemos un libro completo de relatos para disfrutar y compartir en forma gratuita

Ilustración de Maco Pacheco para el cuento de Eduardo Torres

Esta es la historia de Chinchudo, un chivo que tal vez hacía honor a su nombre, y de Nieve, una hermosa Dogo de color blanco. Y cómo suelen pasar las cosas en un espacio común y dos especies que en principio no tienen nada en común puedan llevarse tan bien.

“¿Por qué el chivo rebelde y la perra traviesa?”, se pregunta el autor de este cuento Eduardo “Balero” Torres. Y la respuesta es sencilla porque viene con mensaje:

“En este cuento destaco el valor de la rebeldía, derecho innato de la juventud, y el desarrollo de los protagonistas es el opuesto al cuento de la mariposa y la tortuga; aquí sucede que no era amor lo que unía a Nieve y a Chinchudo, sino que en el caso de la perra su comportamiento expresaba su rechazo a la soberbia y el del chivo, conllevaba la rebeldía frente al orden establecido en la granja y el deseo de superar al individuo-perro admirado y consentido, opuesto a su personalidad.

Lograron lo que deseaban y punto, lo cual nos muestra que esa relación queda solamente en los recuerdos”.

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El relato completo es el siguiente:

El perro, altivo y atlético, caminaba entre los demás animales quienes, respetuosos, se apartaban de su senda. El color rojizo de su manto y la cresta sobre su espina dorsal, formada por pelos que crecen en sentido contrario del resto del pelaje le agregaban elegancia a su soberbio andar. Consciente de su belleza se mantenía indiferente al respeto, admiración y temor que generaba en los demás ejemplares de las variadas especies que convivían en la granja.

Como es sabido, en toda regla existen las excepciones, y para confirmarlas se destacaban las presencias de Nieve y Chinchudo.

Nieve era una hermosa y traviesa perra dogo argentina, cubierta por un pelaje corto, liso y blanco, característica que hacía resaltar su nariz negra.

Chinchudo era un macho cabrío, overo rojo, malhumorado. De la parte superior de su cabeza sobresalían dos filosos y temibles cuernos, y la barba bajo su mandíbula terminaba en punta y acentuaba notablemente su antipatía.

El comportamiento de ambos distaba mucho de la sumisión que mostraban los demás animales, quienes convivían según las costumbres y normas establecidas tácitamente.

La granja se erigía en una zona con suelo pobre y pedregoso donde enormes y añosos árboles brindaban su sombra para atenuar las altas temperaturas del tórrido verano. A la amplia vivienda, que ocupaban ocasionalmente, la rodeaba un tejido sobre el cual crecían varias especies de enredaderas. Algunas rosas trepadoras florecían agrupadas en pequeños capullos rosados y sus ramas se sostenían sobre el cerco. Entre los árboles y las plantas ornamentales el césped crecía prolijamente cuidado.

A unos sesenta metros vivía el cuidador de la granja con su familia. La casa estaba sólidamente construida y muy bien cuidada. Detrás, en un extenso espacio, cultivaban las verduras. El perímetro del lugar era protegido por un cerco de tejido que intentaba mantener a los animales fuera del alcance del sembradío que crecía en los canteros del lugar.

Al costado de la huerta, una serie de construcciones rudimentarias se utilizaban algunas como gallineros y otras se destinaban a la cría de los prolíficos conejos; también contaban con resguardos los pavos, patos y gansos mientras las gallinetas optaban por anidar y pernoctar en los malezales. En un potrero cercano pastaban algunas ovejas y un número considerable de cabras, que se movían de un lado a otro. A esta variedad de especies se sumaban algunos gatos y cuatro perros venaderos, flacos, rústicos, por lo general blancos, quienes frecuentemente desaparecían en el monte por días, mientras corrían incansables detrás de su presa. Durante ese tiempo, sus ladridos se oían a veces cercanos y al rato apenas se sentían de acuerdo con la distancia y las vueltas que daba el animal perseguido para confundir a sus cazadores.

Después de dos o tres días en el monte volvían agotados, macilentos, llenos de parásitos y hambrientos o no, de acuerdo con el éxito de la cacería.

Era una comunidad donde cada uno cumplía con el rol correspondiente. La comunicación entre ellos podía ser con gestos, con la mirada o con el idioma de los animales, común a todas las especies; también comprendían el hablar de los humanos y respondían cuando los convocaban para recibir sus alimentos o para reprimir las conductas que no se ajustaban a las normas. Nieve y más frecuentemente Chinchudo eran los destinatarios del enojo del hombre y su familia.

Si bien todos ellos, con excepción de la traviesa Nieve y del malhumorado Chinchudo, cumplían con las normas establecidas, no podían descuidarse de los predadores que rondaban la granja en búsqueda de algún despistado para alimentarse.

Así las aves permanecían atentas a los aguiluchos, quienes una vez al día sobrevolaban el predio para largarse en picada sobre una gallina, pollito o cualquier ave que se descuidara o que se retrasara al tratar de esconderse debajo de un techo o acoplado que las cubriera de la vista sagaz del ave de rapiña.

Más indefensos estaban los huevos que se estaban empollando en los distintos nidos. Eran numerosos los ladrones que apetecían alimentarse de ellos. Las urracas, con plumaje de un amarillo intenso y la cabeza negra, causaban estragos cuando descubrían el botín y se alimentaban de los huevos fertilizados. Lo mismo sucedía con los lagartos, expertos en hallar los nidos que las diferentes especies construían en el suelo, como hacían con frecuencia las gallinas, patos, gansos, pavos y gallinetas.

Las serpientes y culebras esperaban su oportunidad para atacar a un polluelo de cualquiera de las especies avícolas y deglutirlo.

De la comunidad, los gatos respetaban a los polluelos de la granja pero no dejaban de cazar alguna que otra paloma, que en busca de los alimentos sobrantes de los miembros de la colectividad eran víctimas de la agilidad felina.

Nieve, traviesa, juguetona y transgresora era la responsable de las muertes de muchas gallinas, patos y gansos. En su afán de diversión, por torpeza y ante el descuido del hombre de la granja perseguía a sus víctimas, a quienes terminaba matando o dañando gravemente, situación que causaba el enojo del cuidador, que la ataba y castigaba amenazándola con que la iba a ejecutar.

El mismo disgusto era producido por Chinchudo, quien no respetaba la huerta o las rosas que florecían sobre el cerco de la casa o cualquier planta. Pareciera que gozara causando estragos en los vegetales más preciados; además, odiaba a todos los ejemplares masculinos de cualquiera de las especies. Era insaciable y las numerosas cabras no atemperaban su simpatía hacia las demás hembras, de manera que no resultaba nada raro verlo en el potrero rondando una vaca en celo o corriendo a un gallo, un pavo e incluso a un irascible ganso para apartarlos de sus féminas.

Ante cualquier ejemplar se paraba sobre sus patas traseras e inclinaba su cabeza hacia abajo, apuntando a su adversario con sus amenazantes cuernos y la dura frente.

Al único que ignoraba y evitaba provocar era a Colo, el perro rhodesiano, tal vez porque desconocía la reacción quizás feroz del consentido can.

Colo normalmente se acostaba y dormía bajo la sombra de algún árbol; cuando percibía la cercanía de algún miembro de la comunidad abría sus ojos y con la mirada o con un gruñido con el que mostraba sus dientes alejaba al osado que interrumpía su descanso. En general no simpatizaban con él.

Siempre permanecía atento a los movimientos de Nieve y esperaba con paciencia la época de celo para poder disfrutar de esa hermosa hembra. La tenía jurada y era el motivo por el cual se disgustaba cuando ella jugaba con Chinchudo. Él, parado sobre sus patas traseras, amenazaba con atacar a Nieve y ella, seductora, imitaba sus saltos de un lado a otro ladrando feliz. La transgresión los atraía y eran conscientes de que no le caían simpáticos al hombre de la granja.

El perro sabía de su elegancia y belleza y no comprendía el comportamiento de Nieve. Lo ignoraba para jugar con Chinchudo, a quien consideraba repulsivo por el aspecto y por su accionar, pero sabía tener paciencia. Ya llegaría su hora, donde demostraría quién era el jefe del lugar.

Por su lado, Chinchudo siempre observaba a Nieve; el color era muy parecido al de sus hembras cabras pero sus caderas le resultaban tentadoras, mucho más que los cuerpos desgarbados de sus congéneres. Además, su carácter indómito le parecía irresistible, tan diferente a las hembras sumisas de su especie.

Nieve solo pensaba en divertirse y no dejaba de cometer travesuras y en algunas ocasiones causaba daños irreparables, pero sin intención. Su cuerpo completó su desarrollo y percibía sensaciones desconocidas pero placenteras y no terminaba de comprender la atracción que sentía por los machos, aunque por raro que parezca no le gustaba Colo, a quien consideraba una belleza pero era muy consentido y antipático. Definitivamente, no era su tipo.

Así pasó un tiempo, hasta que en una de sus travesuras, Nieve, inconsciente de su fuerza terminó matando algunas gallinas, patos y gansos. Esto fue la gota que rebasó el vaso. El hombre de la granja, con la paciencia acabada, determinó que debían sacrificarla o llevársela de allí. Como no se animaron a sacrificarla fue expulsada de la comunidad.

Un trabajador temporario la llevó a su casa.

Su partida causó alivio en sus potenciales víctimas, tristeza en Chinchudo y frustración en Colo, quien perdió la oportunidad de satisfacer sus deseos.

Algunas semanas después de su partida, su nuevo propietario la trajo nuevamente sujeta por una correa. Nieve estaba en celo y percibía que su vuelta temporaria se debía a su estado hormonal, lo cual le producía semejante ansiedad y nerviosismo.

Su nuevo dueño habló con el responsable de la granja y ella comprendió que la habían traído para cruzarla con Colo, el hermoso perro rojizo, quien desde que arribaron al lugar se puso de pie, se desperezó retorciéndose y comenzó a mirarla con indisimulada excitación. De un costado de su boca abierta colgaba su lengua babeante mientras se retorcía de placer. Al fin obtendría lo que siempre había querido.

De lejos observaba Chinchudo, consciente del motivo por el cual habían traído de regreso a Nieve. Más malhumorado que nunca buscaba la forma de impedir que el consentido de Colo alcanzara sus propósitos, pero lo único que pudo lograr fue intercambiar una intensa mirada con Nieve.

Al finalizar la conversación entre los hombres llevaron a Nieve a un galpón y la encerraron con Colo, quien inmediatamente y sin ningún trabajo previo como lamerla, olfatear su cuerpo o verificar si era el momento adecuado, trató de montarla bruscamente como si fuese un objeto de su pertenencia. Pero Nieve, rebelde, emitió un lastimero ladrido en tanto giraba su cabeza amenazando con morder a Colo mientras sacudía su cuerpo. Colo la miraba sorprendido y frustrado.

Nieve, ofendida, no aceptaba que la usaran como un objeto. Si bien el deseo y la curiosidad de cruzarse con un macho la excitaba, exigía que la valoraran de acuerdo con sus cualidades y al género que pertenecía. No se consideraba menos importante que Colo; ella era tan bella como él, pero se diferenciaba de la petulancia y el egoísmo que caracterizaban al perro. Si tenía que cumplir el deseo de su amo exigiría ser respetada.

Los hombres conversaban y tomaban mate mientras esperaban la consumación del hecho, y expresaban la frustración porque oían los reiterados ladridos de rechazo de Nieve ante los intentos del rodhesiano.

–No estará en fecha adecuada. Deben faltar unos días –expresó el hombre de la granja.

–Es raro lo que sucede, porque hace varios días comenzó con los síntomas del celo.

–Tendrás que traerla o dejarla unos días hasta que acepte al perro.

–Creo que sí. Si no hay inconvenientes.

–No, por favor. Vamos a atarla o encerrarla para que no mate a las gallinas y a los patos.

El amo de Nieve se dirigió al galpón donde estaban encerrados los perros, sujetó a la hembra con una correa y la llevó bajo la sombra de un árbol, donde procedió a atarla al tronco. Luego volvió donde estaba el hombre de la granja y continuaron con el mate, mientras conversaban de distintos temas.

Después de un tiempo, el dueño de Nieve anunció que estimaba mejor llevarla y traerla al día siguiente para intentar el cruzamiento. Se dirigieron al lugar donde habían atado a la perra y cuando llegaron, enmudecieron y quedaron paralizados por la sorpresa ante la escena que se desarrollaba.

Montando y penetrando a Nieve estaba Chinchudo, quien cuando notó que los hombres lo miraban enmudecidos se acomodó mejor sobre el lomo de Nieve y estiró su cuello hacia arriba, exponiendo sus ojos brillantes de placer y satisfacción mientras sus cuernos apuntaban al cielo, ostentando su barba en punta y dando la apariencia de ser un demonio consumando su maldad.

Al verlos, Nieve, un poco avergonzada pero con indisimulable gozo giró su cabeza de un lado a otro mirando hacia abajo, mientras pensaba: “Chinchudo me sedujo con su caballerosidad y me valoró. No pude resistirme”.

Mirándose entre ellos, los hombres se preguntaron: ¿Y ahora? Moraleja: “el respeto se valoriza más que la belleza”.

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