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domingo, octubre 6, 2024

No tan macho: Cuando los animales enseñan a los humanos

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Un relato sobre dos realidades: cómo una persona puede descuidar a un ser querido hasta perderlo y cómo un pez puede estar con su pareja enganchada por un señuelo luchando hasta el final.

Muchos misioneros conocen Paso de la Patria. No en vano se la denomina el paraíso de la pesca del dorado.

Allí, en ese lugar fascinante, este relato toma una dimensión diferente.

Lo que comienza como las aventuras de un hombre casado termina con un tipo totalmente desarmado por la inconciencia de sus actos y el ejemplo de un macho que sí es capaz de pelear por su pareja.

La historia en forma de cuento

Ilustración realizada por Maco Pacheco para el cuento “No tan macho” de E. Torres.
 

De a uno llegaban a la casa; los perros festejaban sus presencias, acostumbrados a verlos semanalmente cuando venían a compartir el asado con el grupo de amigos. Para evitar las miradas llenas de reproche con las que los recibía Andrea, la esposa de Manuel, acordaron que pasarían

directamente por el costado de la casa al fondo del patio, al quincho, donde el anfitrión preparaba el asado mientras cada tanto bebía de la enorme jarra de fernet con coca.

Después de los efusivos saludos los siete amigos también comenzaron a beber, de acuerdo con sus gustos.

La relación había comenzado muchos años atrás; iban al mismo colegio durante la secundaria y si bien no compartían curso, fueron agrupándose para participar en las numerosas actividades que todos tenemos en esa etapa de nuestras vidas.

Para entonces, Manuel era el chico “de moda”, alto, morocho, de ojos claros y de cara varonil; vestía a la moda, era el menor de cuatro hermanos y provenía de una familia acomodada. Como decíamos entonces, las chicas morían por él.

La finalización del ciclo secundario los dispersó; algunos fueron a la universidad, otros se capacitaron y comenzaron a trabajar en las actividades de los padres. Manuel fue a la universidad decidido a alcanzar el título de abogado, ingresó en una de las facultades más prestigiosas y volvió tres años después ante el inesperado fallecimiento de su padre, que arrastró con él la fortuna que había poseído.

El golpe para la familia fue drástico. Tuvieron que desprenderse de todos

los bienes raíces que poseían para saldar las deudas heredadas. Los hermanos mayores de Manuel trabajaban en las profesiones que habían estudiado y se acomodaron sin mayores inconvenientes a las nuevas circunstancias. En cambio Manuel, en sus tres años de universitario, continuó con sus costumbres de adolescente y no asistió a clases ni aprobó materia alguna.

Las nuevas realidades y el retorno al ambiente lo golpearon impiadosamente. Dejó de ser el chico de moda de una familia acomodada para convertirse en un adulto inmaduro carente de trabajo y de título que lo habilitara a encarar un proyecto de vida sin el sustento que siempre le habían brindado.

Pronto las realidades cotidianas y la carencia de recursos fueron transformando su personalidad y se autoconvenció de que la vida era injusta y que merecía mucho más, pero las necesidades se impusieron. Gracias a las gestiones de sus hermanos le consiguieron un empleo en el Poder Judicial de la provincia, en un cargo muy modesto, acorde con su preparación y con retribución limitada. Nunca aprendió que la vanidad inhabilita otras capacidades humanas y es –en general– el preámbulo al resentimiento.

Sus compañeros de oficina se sintieron molestos, en principio, cuando el nuevo empleado relataba sus logros en la secundaria y sus riquezas inexistentes, pero pronto se acostumbraron a las cotidianas divagaciones. Lo mismo sucedía con sus compañeros del secundario, quienes sentían pena al escuchar sus fantasías. Ante ellos, Manuel no podía alardear de las riquezas pero encontró la forma de sobresalir como un gran seductor y el más macho. En definitiva, aparentaba ser o era un “depredador sexual” y de acuerdo con sus relatos presumía que ninguna mujer se le resistía.

Entre los amigos que se reunían regularmente se encontraba Damián, mayor que todos y tal vez por la edad y por experiencia el más tolerante a escuchar y comprender al anfitrión, a quien consideraba una víctima del sistema.

Entendía que su joven amigo era consecuencia de una sociedad de consumo donde los valores materiales y las apariencias se ponderaban en exceso. Manuel fue creciendo sin conocer los límites naturales que todo chico y adolescente debe tener. Sus padres lo habían consentido excesivamente, acompañados por sus hermanos mayores, y nunca le enseñaron ni lo capacitaron para las adversidades que inexorablemente llegan. En definitiva, a Manuel no lo habían preparado para ser un empleado público ni le explicaron la dignificación del trabajo; para él, el empleo que tenía era una desvalorización a su persona.

Con una copa de vino en la mano Damián escuchaba al amigo hablar de su última conquista y de los atributos físicos de la mujer mientras los demás disimulaban algunos gestos de hartazgo. Mientras tanto Damián intentaba, una vez más, hacer reflexionar al seductor:

–Manuel, estamos en tu casa, a unos metros donde se encuentran tu esposa, Andrea, y tu pequeña hija. Es una falta de respeto hacia ellas que hables de tus andanzas y que nos hagas cómplices a nosotros –dijo Damián, evidenciando en su voz la molestia que sentía.

–¡No hay dramas! Ojos que no ven, corazón que no siente, además no escucha –contestó Manuel–. No seas melodramático, Damián.

Otro de los presentes, Rodrigo, dijo:

–Tiene razón Damián, Andrea debe suponer que somos tus cómplices en tus aventuras y es el motivo por el cual no simpatiza con nosotros.

–¡No sean pollerudos! Los nenes son los nenes y las nenas son las nenas –contestó despectivamente Manuel.

–¿Qué carajo es eso de los nenes y las nenas? –preguntó Pablo.

Con su soberbia característica, Manuel contestó alegremente:

–Los nenes podemos tomarnos libertades que a las nenas se les prohíben. Ellas no necesitan andar con otros como nosotros necesitamos a otras mujeres, es como el perro y el gato.

Pablo insistió en preguntar:

–¿Perro y gato? Estás loco.

Con una estruendosa carcajada Manuel explicó:

–El gato, de la puerta de la casa para adentro y el perro, de la puerta para afuera. ¿Entienden?

Damián, a quien no le causaron ninguna gracia las explicaciones de su amigo, dijo, sin disimular su molestia:

–Creo, Manuel, que debemos apreciarte mucho para soportar tu machismo troglodita, tu cinismo e inmadurez… –hizo una pausa y continuó–: Tenés una excelente mujer y una hija preciosa y espero que cambies para no perderlas…

Manuel interrumpió y dijo, con soberbia:

–No las perderé, tengo bien controlado todo.

Damián contestó:

–Solo pido un minuto de humildad de tu parte y que me dejes terminar la idea… Alguien dijo que una mujer enojada puede perdonar, pero una cansada baja la cortina definitivamente y ¡fuiste!..

El enorme error que cometés, Manuel, es menospreciar a Andrea porque suponés que soportará lo que sea necesario para mantener la familia, y en parte es verdad… Es madre y soportará hasta que se canse y pierda la esperanza de recuperar a un marido que la ame y respete. Nunca olvides lo que voy a decirte, Manuel, una mujer nunca olvida, es como una computadora y no olvida nada, guarda todo en el disco rígido y cuando se agota, ¡cuidado! La factura es por todo lo que hiciste y dejaste de hacer, y a partir de ahí es despiadada en sus decisiones… Creo, amigo, que estás jugando con fuego.

–¡No pasa nada! –contestó Manuel–. Ella no hará nada sin mí.

–Tiene razón Damián –dijo Pablo–. Nadie es santo, pero lo tuyo es patológico, Manuel y si no cambiás por lo menos disimulá y no ridiculices a Andrea. Uno de los amigos que se mantuvo callado agregó:

–Creo que perdemos el tiempo con estos consejos a Manuel, pienso que su placer es mayor cuando cuenta que en el momento de tener sexo.

Todos rieron, le dieron la razón al amigo y cambiaron de tema para pasar a discutir vehementemente sobre fútbol.

Las semanas pasaban y las reuniones se sucedían con los mismos temas de siempre, hasta que las circunstancias cambiaron.

Un día, un lloroso Manuel llamó a sus amigos y les rogó que fueran a su casa. A Damián le contó la verdad desde el principio: Andrea se había ido de la casa con la hija de ambos y le suplicó a su amigo que hablara con ella. Consciente de la inutilidad de su gesto pero preocupado por el futuro de Andrea, a quien apreciaba y respetaba, y por su pequeña hija, Damián fue a dialogar con ella.

Luego de los afectuosos saludos, Andrea tomó la palabra sin esperar comentario alguno de su interlocutor y explicó con determinación:

–Me cansó, le tuve mucha paciencia y no me pidas que vuelva porque es definitivo…

–Estoy seguro de eso –dijo Damián–- ¿Cómo sucedió?

–Cuando volvió de unas de sus regulares excursiones amorosas lo esperé con las valijas preparadas y cuando entró, expliqué que me marchaba y que unos meses atrás había conocido fortuitamente a un hombre que me conquistó con su amabilidad y respeto, y comenzamos una relación que torna imposible que siga viviendo con él.

–¡Dios mío! –dijo sorprendido Damián–. ¿Qué hizo?

–¡Fue patético, Damián! Se largó a llorar y a pedir perdón, lo cual me dio más bronca, en consecuencia, tomé mis cosas y a la nena y nos fuimos.

–¿Puedo ayudarte en algo? –preguntó solícito Damián y agregó–: o que le transmita algún mensaje a Manuel.

–Gracias, Damián, estoy bien y voy a estar mejor y Manuel… No sé, es inmaduro y no asume sus responsabilidades. Lo amé y tuve mucha paciencia con la esperanza de que se transformara en un hombre. Pero diariamente sus acciones carcomían ese sentimiento hasta que desapareció… No sé, insisto, pero no creo que cambie y es lamentable porque no es mala persona y no está ni convencido ni preparado para ser esposo y padre.

Las siguientes reuniones se realizaron por iniciativa de los demás, para acompañar al inconsolable marido abandonado. En ellas el ambiente oscilaba entre risas, comentarios jocosos como antes y el tenso momento en que Manuel, victimizado, recordaba a su esposa e hija y entre llantos acusaba a Andrea de mala mujer y la responsabilizaba por la destrucción de su familia.

Un poco agotados por las escenas que se repetían semanalmente y ante la incapacidad de Manuel de asumir la responsabilidad que le cabía, los amigos decidieron, como última instancia, llevarlo a una excursión de pesca para que lo ayudara a superar el duro momento.

De los siete, solo tres amigos pudieron acompañarlo y partieron a Paso de la Patria, en la provincia de Corrientes. Recorrieron casi trescientos kilómetros para arribar a ese paradisiaco lugar. Antes de llegar al centro urbano se desviaron por la ruta provincial 6, terrada, pero en buen estado. Recorrieron algunos kilómetros más hasta que después de abrir una tranquera anduvieron unos minutos en medio del monte correntino y llegaron a la costa, donde entre medio de la variada arboleda se levantaba una hermosa casa de amplias galerías que facilitaba admirar el majestuoso Paraná.

En el lugar esperaba Tala, un hombre mayor, delgado y cuyo cuerpo fibroso indicaba los duros trabajos que desempeñó en su vida hasta que fue ubicado como casero. Su visión limitada casi al extremo no impedía que mostrara tanto su amabilidad como su habilidad para satisfacer a los visitantes y cumplir con sus tareas. En el lugar pasaban unos días pescando el pastelero Luis y su hijo Gerónimo, quienes vivían en la ciudad de Corrientes y se acercaban regularmente a pescar y acompañar a Tala, como también a escuchar sus numerosas y entretenidas anécdotas.

Esa noche llegó Beto, el propietario del lugar, con abundante carne para asar y dar comienzo a dos jornadas de entretenida y fructífera pesca, siempre asesorado por el eficiente guía, Julio.

Durante el asado, siempre acompañado de abundante cerveza y vino, todos se enteraron del drama que vivía Manuel cuando después de varias copas volvió a sollozar mientras, entrecortado, relataba la infidelidad que sufrió causada por la insensibilidad de su esposa. Sus amigos, incómodos, explicaron disimuladamente la realidad.

La cena se extendió entre llantos del sufriente marido abandonado y las variadas anécdotas sobre la pesca que con mucha maestría relataban el guía y Tala.

Con pocas horas de sueño, todos se levantaron a la madrugada para embarcar y remontar el Paraná en búsqueda de los extraordinarios dorados, dotados de un desarrollado instinto de supervivencia. El pescador quedaba frustrado cuando, ante el mínimo descuido, el hábil pez escapaba con un espectacular salto fuera del agua donde exhibía orgulloso su porte y reflejaba sus hermosos colores. Al surubí resultaba más fácil engancharlo, pero daba una dura batalla que el hombre no podía vencer si el ejemplar se refugiaba entre las piedras en la profundidad del río.  

Esa jornada fue muy pobre en resultados, pero aún así los amigos de Manuel se mostraron satisfechos e intercambiaron sugerentes miradas ante el comportamiento del amigo abandonado y su continencia lacrimosa.

Si bien todos los ejemplares eran devueltos al agua para garantizar su reproducción, esta actitud estaba lamentablemente poco generalizada, porque todos, incluso las autoridades, eran conscientes de la depredación escandalosa y criminal que se cometía. En especial esta depredación era cometida por los ciudadanos paraguayos, para quienes en su mayoría la pesca era una actividad comercial muy redituable, como así también para los pescaderos argentinos.

Fue Tala quién, desde el muelle construido en la costa, dejó una línea en el río con una morena de carnada. Cuando los hombres regresaron de la excursión de pesca la caña que sostenía la línea en cuestión mostraba que por su torsión y movimientos se había enganchado a un ejemplar de dorado.

Ese ejemplar no se devolvió.

Esa noche, el amable casero fritó al dorado en una olla de hierro fundido de tres patas y luego sumergió los trozos fritos y ardientes en una preparación con jugo de limón, ajo, pimienta y sal, obteniendo una comida extremadamente sabrosa. La cena fue tranquila y sin las expresiones llorosas de Manuel. Las pocas horas de sueño de la noche anterior y el tiempo que pasaron en el río pescando bajo el inclemente sol los indujo a acostarse temprano para salir, nuevamente, a la madrugada.

En esa nueva jornada la pesca fue muy rendidora y entretenida. Numerosos dorados fueron pescados y muchos más pudieron escapar de los anzuelos por su innata habilidad; también lo hizo un surubí, que por la fuerza que imponía a la caña y al reel frenado debía ser de considerable tamaño, y fue el vencedor de la contienda, cuando logró que la línea se cortara entre las piedras.

Lo extraordinario de la jornada fue el enorme ejemplar de dorado que enganchó Beto, el anfitrión, quien después de luchar a brazo partido logró arrimarlo a la lancha. Grande fue la sorpresa y admiración por el tamaño del ejemplar y porque era una hembra, y a su lado, un enamorado dorado macho la seguía fielmente en su idas y vueltas, dispuesto a sacrificar su vida por su amada. El macho, de menor tamaño, continuó al lado de su hembra incluso cuando la levantaron para desenganchar el anzuelo, exponiéndose a que algún desaprensivo pescador lo capturara también.

Mientras todos admiraban lo que estaba sucediendo, destacando la fidelidad y lealtad del dorado macho, y cuando se preparaban para devolver la hembra al agua y a su amado, se oyó un sollozo lastimero discordante con lo que sucedía.

Otra vez gimoteando, Manuel dijo:

–¡Hasta los dorados son más fieles que la ingrata de mi mujer!

Los amigos, agotados de sus victimizaciones, expresaron:

–Hasta que no asuma que el único responsable de lo sucedido es él, no cambiará de actitud. Me rindo, ¡que se joda!

–Sí –dijo el otro acompañante–. Manuel se hizo el macho toda la vida, pero para bien o para mal los machos de antes no lloraban. Pasa que nuestro amigo es un macho llorón.

Fin

Por qué no tan macho

En su explicación de la historia, el autor Eduardo “Balero” Torres se explayó respecto de los motivos del título.

En este cuento uso una excursión de pesca con devolución que hicimos a la localidad de Paso de la Patria, en la vecina provincia de Corrientes, y que nos permitió vivir una experiencia extraordinaria.

Beto, unos de los compañeros, mientras la lancha se deslizaba con la corriente del río y arrastraba nuestras líneas en cuyos extremos los anzuelos estaban encarnados con morenas, tuvo un pique característico del dorado, fugaz y violento. Cuando el pez se sintió atrapado se proyectó en un salto espectacular fuera del agua mostrando su enormidad y belleza; sus escamas brillantes con los característicos colores se reflejaron en los rayos solares.

Hasta ese momento todo normal, pero después de una dura lucha el pez fue acercado a la lancha y asumimos que era un dorado hembra de unos catorce kilogramos, pero lo que nos causó asombro y admiración fue la lealtad de un dorado macho de menor tamaño que, desesperado, seguía a la hembra al extremo que se lo podía pescar con un bichero de mano; aparentaba estar dispuesto a entregar su vida para no separarse de la hembra y supongo que fue inmensa su alegría cuando devolvimos a su amor al río.

Este hecho trajo como consecuencia el estallido en sollozos de uno de los presentes, quien había sido abandonado por su esposa e hija después de que la mujer se cansara de soportar los caprichos de su esposo, quien desde muy joven había sido mal acostumbrado en todo sentido. Como decimos, un malcriado que tuvo todo lo que quiso sin límites, pero las circunstancias de la vida y el tiempo lo llevaron a perder la fortuna y la adolescencia. Sin embargo, su inmadurez impidió que pudiera adecuarse a las nuevas circunstancias y continuó siendo el macho para todas las mujeres y el galán antes sus amigos. Tuvo que ser un leal dorado quien, tal vez, le demostrara cómo se comporta un caballero. El mensaje implícito creo que es explícito en este caso.

La realidad del cuento fue la pesca y el comportamiento de los dorados; el resto es ficción, pero tengo varios conocidos que se consideran muy machos y que pueden terminar sollozando.

Regalo del final

El libro completo de Eduardo “Balero” Torres con relatos como éste y otros que enfatizan el cuidado del ambiente y el monte misionero queda a disposición de los lectores.

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